Jaime Rodríguez-Arana Muñoz, Catedrático de Derecho Administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado
El control del poder público, la separación de los poderes del Estado y el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, individuales y sociales, componen los principales fundamentos del Estado de Derecho que tantos esfuerzos costó recuperar en España a través de la transición a la democracia coronada por la Constitución de 1978.
“La protección de todos los españoles en el ejercicio de los derechos humanos” es una de las principales señas de identidad de “una sociedad democrática avanzada” a que nos convoca el preámbulo constitucional de 1978, junto a “la consolidación de un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”.
El principio de legalidad, garantizado por la Constitución en el artículo 9.3, reclama el pleno sometimiento del poder a la “Ley y al Derecho” -artículo 103.1 constitucional- de forma que el desarrollo de los derechos fundamentales, artículo 81 de nuestra Carta Magna, sólo puede hacerse a través de “Ley Orgánica que aprueba el Congreso de los Diputados por mayoría absoluta”.
En este sentido, el artículo 53.1 de la Constitución dispone que solo por ley que, en todo caso, debe respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de los derechos fundamentales. Regulación, es evidente, que se proyecta también, cuando fuera necesario, a los límites, restricciones, condiciones a que puedan someterse los derechos fundamentales de la persona. En una situación de emergencia sanitaria motivada por una pandemia como la que padecemos, las restricciones, nunca suspensiones, de los derechos fundamentales, deben realizarse, cuando sea necesario, con pleno respeto a las previsiones constitucionales.
Por tanto, las cláusulas generales y abstractas de intervención pública por razones de interés general, tan características de los regímenes totalitarios, por las que se confía al Gobierno y a la Administración pública la adopción de las medidas que sean adecuadas y pertinentes, en este caso para combatir la emergencia sanitaria, son inaceptables en un Estado de Derecho si van dirigidas a la restricción de los derechos fundamentales de las personas al margen de una ley que precise el contenido y régimen de dicha limitación. En román paladino: la lucha jurídica para reducir y vencer a la actual pandemia debe discurrir dentro del Ordenamiento constitucional. Esto es, de acuerdo con el principio de legalidad, evitándose por todos los medios el regreso a esquemas autoritarios que tanto daño infligieron en el pasado a tantos ciudadanos.
El Estado policía, como bien sabemos, se montó sobre la base de habilitaciones indeterminadas para invadir la esfera de las libertades de las personas. Tales prácticas quedaron sepultadas tras el triunfo del Estado de Derecho y la democracia. Sin embargo, el Estado policía reaparece y resucita, como testimonia la historia y acredita este tiempo tan complicado, en ambientes de control y dominación social en los que las restricciones, las limitaciones a las libertades son constantes y en los que la población, amedrentada ante la permanente presencia policial, se encuentra amedrentada, impotente ante la colosal operación de agitación y propaganda existente. Por eso, no hay más remedio que recordar las verdades del barquero y traer a la memoria que la lucha por las libertades siempre vale la pena, sobre todo en tiempos en que están amenazadas, tal y como acontece en el marco de esta pandemia, laboratorio de ensayos totalitarios en tantas latitudes.
Pues bien, en virtud del principio de legalidad en materia de derechos fundamentales, sus restricciones, como dispone el artículo 53 de la Constitución, solo pueden hacerse en norma con rango de ley en la que, lógicamente, se establezca el régimen de dichas limitaciones de forma precisa, concreta y detallada. Tal afirmación, la reclama la naturaleza de Ordenamiento de precisión y concreción que caracteriza el Derecho Administrativo y la corrobora la práctica jurídica que, por ejemplo, se está llevando a cabo en países como Francia, Alemania y Reino Unido donde su legislación, como es lógico, parte de estos principios.
En efecto, es menester tener presente que en estos países de tanta tradición democrática se han aprobado, para justificar restricciones en el ejercicio de determinados derechos fundamentales con ocasión de la pandemia, leyes específicas en las que se ha concretado y determinado, como debe ser, el alcance de las limitaciones de forma minuciosa, enumerando las libertades objeto de la restricción así como las condiciones, garantías y controles que definen el régimen de la restricción en cada caso.
Sabemos que hoy el Parlamento está amordazado, secuestrado y que ha perdido el protagonismo que le corresponde, precisamente cuando el Poder ejecutivo más controles políticos debería necesitar a causa de un Estado de alarma de dudosa constitucionalidad en cuya virtud se atribuyen al Gobierno más extensas e intensas potestades que en situaciones ordinarias.
La sede de la soberanía popular debe ser, justamente durante la emergencia sanitaria, el reino de la razón, del diálogo y de la búsqueda de acuerdos que hagan posible la adopción de medidas que de verdad se dirijan, única y exclusivamente, a la mejora de las condiciones de vida de las personas, sobre todo a la protección del derecho a la salud.
Por eso, porque estamos en un régimen parlamentario, que importante es que el Poder legislativo ocupe el lugar que por derecho propio y por mandato constitucional le corresponde y que en su seno se teja el ambiente de entendimiento imprescindible para que el principio de legalidad siga siendo el marco jurídico para las restricciones de los derechos fundamentales en tiempos de pandemia, tal y como demanda un Estado democrático como el nuestro. Realmente, ¿es tanto pedir que se cumpla la Constitución y el resto del Ordenamiento jurídico? ¿Por qué algo que sabe cualquier estudiante de primero de Derecho es tan complicado de implementar?
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